La ambición política de Musk ha convertido a Tesla en un pararrayos ideológico. Y toda la empresa lo está pagando

Tesla ha perdido la mitad de su valor en unos meses mientras Musk persigue sus ambiciones políticas, alienando a una parte de la clientela que le aupó

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La acción de Tesla tocó su máximo histórico a finales de 2024, justo a tiempo para las navidades. Desde entonces solo ha hecho que recibir carbón, una paradoja para el líder de la transición eléctrica. De 480 dólares a 240. La mitad.

Un 50% de caída (y un 15% en una sola sesión el lunes pasado) ya no es una corrección de mercado ni una fluctuación temporal. Es la materialización del riesgo político que Musk ha acumulado de forma deliberada durante los últimos dos años.

Musk, con sus luces y sus sombras, es un fenómeno atípico y un caso de estudio guste o no. Pero también ha protagonizado su propio fenómeno aún más atípico en la historia empresarial reciente: la transmutación de una marca aspiracional en objeto de repulsión cultural para una parte de su base original de clientes, como recoge The Verge.

Tesla construyó un imperio sobre pilares muy concretos:

  1. Innovación tecnológica.
  2. Sostenibilidad medioambiental.
  3. Una visión de futuro tecnooptimista.

Era un coche perfecto –figurada y literalmente– para los consumidores progresistas con poder adquisitivo que querían señalizar no solo poderío financiero, sino valores de vanguardia.

El giro político de Musk ha provocado una disonancia cognitiva demasiado pesada para una buena parte de este segmento.

A esta fractura ideológica se le pueden poner cifras. En California, uno de los grandes bastiones progresistas y originalmente el mercado más importante para Tesla, las ventas del Model 3 se desplomaron en 2024. En Europa, el colapso ha sido aún mayor, aunque sería injusto señalizar únicamente al devenir personal de Musk, ya que aquí ha confluido una tormenta perfecta.

Son cifras más propias de un éxodo de marca –aquí podemos señalar a los coches chinos, pero en Estados Unidos no– que de una simple recesión sectorial. Sobre todo porque incluso en Europa hemos visto un crecimiento del 34% en las ventas de coches eléctricos en este tiempo.

La manifestación más visible de esta crisis de marca es el surgimiento espontáneo de un ecosistema de propietarios avergonzados. Desde pegatinas de disculpa ("Lo compré antes de que Elon enloqueciera") hasta el reemplazo del logo de Tesla por otras insignias genéricas. Son conductores que buscan disociar su coche de su creador.

Las protestas han escalado hasta el vandalismo puro y duro, con concesionarios tiroteados en Oregon, cócteles molotov en Colorado y algunos Cybertruck incendiados en Seattle.

Tesla se ha convertido en un pararrayos ideológico.

Mientras tanto, la competencia ha aprovechado esa vulnerabilidad. Hyundai, Kia, GM u Honda (ni mencionemos a las marcas chinas a este lado del Atlántico) han ido lanzando alternativas eléctricas quizás no tan pintonas como un Tesla, pero sí atractivas y a precios más o menos razonables.

En esta ecuación hay un punto ciego: el propio Musk. Sus ambiciones políticas y su agenda paralela con Trump han ido eclipsando su visión empresarial. Tesla necesita más que nunca su modelo asequible –unos 25.000 dólares, la promesa reiterada y deformada desde 2018– para competir contra BYD, Omoda, Jaecoo y compañía. Pero Musk está aspirando a algo mucho mayor, quizás demasiado conceptual aún, como los robots humanoides. O con las promesas de robotaxis que no terminan de llegar... mientras Waymo ya opera flotas reales de taxis autónomos.

La credibilidad técnica de Tesla también ha empeorado. La promesa de que todos los coches fabricados tras 2016 contenían el hardware necesario para la conducción totalmente autónomo resultó no ser cierto. Musk admitió que tendrán que reemplazar los ordenadores de a bordo, un proceso que él mismo confesó "doloroso", y ahora se enfrente a demandas colectivas por publicidad engañosa.

Tesla fue, es y seguramente será el rey del coche eléctrico en muchos sentidos, pero algo ha cambiado últimamente.

Trump puede convertir la Casa Blanca en un concesionario de Tesla y proclamar en su red social su apoyo absoluto a Musk, pero no puede revertir la física financiera. La destrucción de valor ha sido monumental: 800.000 millones de dólares de capitalización bursátil y 100.000 millones del patrimonio personal de Musk se han evaporado en menos de un semestre.

Incluso algunos accionistas históricos, leales a Musk, han vendido acciones en masa, como Robyn Denholm (la presidenta del consejo) o James Murdoch (hijo de Rupert).

Hay un incendio en Tesla, pero eso no es demasiado preocupante, a toda empresa le ocurre en algún momento. El problema es que es autoinducido. Tesla sobrevivirá, seguro, tiene una posición de caja sólida y economías de escala duramente trabajadas. Ya no estamos en 2019. La pregunta real es si puede recuperar su antiguo status, el de empresa visionaria, mientras su fundador sigue empeñado en sacrificarla en el altar de sus aspiraciones políticas.

El divorcio entre Tesla y una parte de su base original de clientes parece difícil de revertir a corto plazo. La ironía máxima de esta historia puede ser que el mayor enemigo de la misión original de Tesla –acelerar la transición mundial hacia energía sostenibles– resulte ser el propio Musk.

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